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Para que los hombres no malgasten el sueldo en asados y apuestas, la comuna les paga a las mujeres

Parece una historia de esas que se ven en las películas. Y con final feliz. No es una leyenda; es real. Ocurrió así. En un pueblito pequeño llamado Rumi Punco, casi olvidado del poder político, que parece colgado del mapa, en el último rincón de la provincia de Tucumán, sus pobladores fueron protagonistas de algo inusual y que debiera ser un ejemplo a seguir.

Sucede que los empleados de la comuna rural que trabajaban en las obras, cuando se estaba edificando el centro integral comunitario cumplían sus labores de lunes a viernes durante ocho horas como marca la ley. Sin embargo, los viernes de cada semana, como era el día de pago, los obreros comenzaban la jornada de trabajo a las seis; al amanecer. La idea era terminar a las 14, apagar las máquinas, guardar las herramientas y prender el fuego para el asado. Después del asado seguían los brindis, las risas, otro brindis, más bromas, y más brindis. La tarde caía en el pueblo que tiene los cerros tan cerca que se sienten como al alcance de las manos. No había merienda. Los hombres no la necesitaban. Seguían brindando. Con tanto alcohol se olvidaban de todo alrededor. Ellos vivían su propia fiesta con asado, cerveza, vino, sangría y fernet.

Para darle un poco de emoción a la tarde empezaban a timbear, como lo cuentan ellos mismos. Jugaban a las cartas por plata. A veces jugaban al 9; otras al 21, lo que fuera por una apuesta en dinero. “El hombre cuando empieza a timbear no tiene control, no tiene fin, no para nunca”, sostiene el delegado comunal, Jorge Rodríguez. Jugaban y tomaban hasta emborracharse, timbeaban, y así seguían hasta la mañana del siguiente día. “Algunos volvían a sus casas gorditos -dice Rodríguez- porque habían ganado en la timba, pero la mayoría se tiraba todo el sueldo en un asado”.

En medio de la semana comenzaba otro problema, porque quienes habían perdido en el asado del viernes no tenían cómo pagar las deudas en el almacén, en la verdulería, en la librería. Hasta ese momento todos sabían del asado, pero nadie podía dimensionar la gravedad del caso. Los comerciantes le reclamaban al delegado comunal por el retraso en el pago.

“Aquí nos conocemos todos y cuando yo iba al almacén me decían: ‘che Jorge, cuándo vas a pagar los sueldos, porque tengo varios clientes atrasados con las deudas’ -recuerda Rodríguez-, pero yo me sorprendía porque los sueldos estaban al día. Ahí tomé en cuenta que esto iba camino a la perdición”, recuerda.

Entonces decidió cambiar el día de pago. En lugar del viernes, lo pasó para el martes al mediodía. Eligió ese día porque los miércoles llegaba al pueblo una feria ambulante que vende ropa y útiles escolares, entre otras cosas. La idea era que la plata se la gastaran en la feria y no en un asado. Pero lo más trascendental del cambio de costumbres fue que Rodríguez decidió también que, en adelante, iban a cobrar las mujeres (las esposas de los empleados). De ese modo terminó con el asado de los viernes en Rumi Punco. Mientras se construyó el edificio del Centro Integral Comunitario las mujeres llegaban puntualmente los martes para cobrar el sueldo de sus maridos.

La obra está terminada, pero -desde aquella vez- quedó establecida esa forma de pago en la comuna a quienes trabajan por jornal y cobran en forma semanal.

Hoy en día, las mujeres se sienten protagonistas en Rumi Punco. Hay madres solteras; otras quedaron viudas y las mujeres que tienen marido que las ayuden son la minoría. Ellas están reunidas en el salón de la cocina comunitaria. Comieron humita en olla y un guiso de arroz con pollo. En la sobremesa hacían chanzas hacia los hombres, que no estaban en el lugar. “Una de las pocas mujeres que tiene un marido excelente, por ejemplo, es mi señora”, dice Rodríguez en tono de humor y las mujeres responden con carcajadas.

Hay mujeres que saben preparar hormigón; otras hacen chacinados; algunas trabajaban en la cosecha, unas cuantas en el carbón (llenan las bolsas para la venta). Ellas mismas hicieron con sus propias manos la remodelación completa de la plaza San Martín. Una vez que quitaron los árboles viejos, plantaron los nuevos ejemplares, armaron los canteros con botellas y construyeron los bancos.

Graciela Valdez fue una de las primeras mujeres en ir a la comuna a cobrar el sueldo en representación de su esposo, Gonzalo Carabajal. El hombre, a quien todos conocen como “El Chupa”, era uno de los tantos que participaba del asado de los viernes. El grupo ríe por el apodo, pero el delegado comunal aclara que “El Chupa”, a pesar del apodo, es uno de los más responsables. “Había otros peores”, advierte Rodríguez.

Las mujeres son distintas en el manejo del dinero. Son más ahorrativas, siempren miran primero por los hijos. “Si se demora el pago -dice Rodríguez a modo de ejemplo-, las mujeres esperan calladas, pero los varones no aguantan y empiezan a pedir adelantos o préstamos”.

“Tengo más satisfacciones con el trabajo de las mujeres que de los hombres”, admite Rodríguez. Ahora, en la comuna planean habilitar una guardería para que las madres puedan dejar a sus hijos y salir a trabajar tranquilas.

Ellas celebran el anuncio de la guardería que se habilitará en las próximos meses. “La guardería va a servir para encerrar a los hombres”, dice Marta Lazarte y estallan las risas del grupo.

¿Cuándo van a cobrar en la comuna, después sus maridos les tienen que pedir plata a ustedes?, se les consulta. ¡Obvio! responden a coro y vuelven a reírse. “Tomá unos pesos y traé el vuelto”, dice una de ellas y estallan más risas. “El hombre es muy celoso de que la mujer trabaje” admite Camila Frías. Ella tuvo que irse, tiempo atrás, a trabajar en la cosecha de arándano para poder vivir, porque no conseguía trabajo en Rumi Punco. “No quiere sentirse inferior”, agrega.

Bety Spinza (59 años) quedó viuda con cuatro hijos y se ocupó de que ellos pudieran estudiar y tener un título. “Acá lo que tienen las mujeres -dice Bety con gesto de orgullo- es que invierten mucho en la casa; que si les falta un electrodoméstico van y lo sacan en cuotas y van pagando y cuando terminan de pagar van y sacan otra cosa y así hace la mayoría para tener”.

Graciela Valdez recuerda que en 2010 no tenía trabajo y debía mantener a su hija, Aylén, que en aquel tiempo tenía tres años. Entonces se fue a la cosecha de arándano. “Todos dormíamos en un galpón, era muy sacrificado y por la noche te robaban las fichas y te quedabas sin sueldo”, relata. Ahora es diferente. Ella trabaja en la limpieza en la escuela.

“Aquí hay muchas chicas que trabajan y estudian”, explica Camila Frías. A su lado está María Esther Leiva, especialista en hormigón. Las hermanas Eugenia y Daiana Carrizo son carpinteras. María Lucero es maestra jardinera, y trabaja en el vivero. A Rosario Carabajal le llaman “la señora de los mandados”, porque es capaz de conseguir todo lo que le pidan. Ella trabaja en la cocina comunitaria.

Al final, una por una van saliendo del salón. Una vecina cruza la calle, mientras el delegado comenta que es la mejor haciendo las tortillas de rescoldo. De paso aprovecha para hacerle un pedido: “Normita decile a Hugo (el esposo) que se llegue por mi casa para limpiar”, dice Rodríguez. “Hoy no -responde Normaporque tiene que salir a vender el pan”. Lo dice con absoluta naturalidad, sin darse cuenta de que su respuesta sirve como ejemplo para saber quién maneja los hilos de la casa.

 

Fuente: La Gaceta de Tucumán